La Tierra tiene fiebre
Necesita medicina
Y un poquito de amor
Que le cure la penita que tiene
Bebe
Conocí a Dawn en una playa en Brasil. Ella venía a desayunar donde mi familia y yo nos hospedábamos. Era un pueblecito aislado del mundo, donde todas las calles eran de arena y no llegaban los automóviles. Contrastando con el calor característico, ella vestía un largo vestido que le llegaba a los pies. En todo caso, los colores vivos de su ropa, sus collares y pulseras, me parecieron encantadores. Su cara estaba bastante envejecida. En otras palabras, se notaba que tenía una edad, aunque no sé cual. Tampoco dejaba duda de que había sido guapa. Los ojos claros y el pelo rubio, entonces ya reseco, no eran menos ingleses que su acento.
Así conocí a Dawn. Nos encontrábamos en el desayuno por las mañanas. Ella no tenía ni idea de portugués y, ahí perdidos del mundo, no mucha gente entendía el inglés. Al principio me ofrecía a ayudarla y luego era ella la que me buscaba para hacerse entender. Le gustaba el yogur natural que hacían ahí. Seguramente estaba muy bueno, pero no lo probé. En nuestro segundo encuentro, una mañana que le explicaba a alguien que ella era un terapeuta holística, se presentó: se llamaba Dawn, y me costó entenderla, hasta que dio la explicación: “like the rising sun”. Luego nos preguntamos si sus padres ya eran hippies o si el nombre lo adoptó ella luego. En todo caso, era un nombre encantador.
De que Dawn era valiente no había duda. Ahí estaba ella, sola, en un lugar recóndito, de un país desconocido sin hablar una palabra de la lengua local. Estaba ahí porqué un amigo inglés tenía una casa ahí. Si os sorprende que especificara que era inglés, ya que ella también lo era, es porqué hacía años que vivía en una isla en el estado de Florida, más cerca de Cuba que de la costa norteamericana. En todo caso, su amigo, que quería vender la casa, le dijo: “Dawn, ve y quédate un tiempo, a ver qué te parece”. A Dawn, cómo a cualquiera que ahí se quedaba más de un par de días, le parecía perfecto, pero su amigo cobraba por la casa más de lo que ella podía pagar.
Solía hablar de cosas que le parecían indignantes. Cosas que pasan en el mundo, “you know?” Conocía todo tipo de teorías conspiratorias y algunas de primera mano. Por ejemplo, se indignaba de que los chinos adulteraran la leche que importaban de Australia. Cuando se ponía a hablar de Estados Unidos me hacía pensar que hubiera hecho buenas migas con Michael Moore. En todo caso, las quejas en este sentido no sorprendían. Acababa de deshacerse del gobierno que más libertades había restringido en todos los años que había vivido allí y me decía que, por más que dijeran, el nuevo no sería mucho mejor. Intentó volver al Reino Unido cuando su hijo tenía trece años, pero el joven sufrió tanto el cambio que decidieron volver atrás.
Amaba los perros. Lo hacía sobremanera. Siempre rondaba las mesas del desayuno una chihuahua preciosa (y lo digo yo que nunca he empatizado con esta raza). Decía que le recordaba a la suya, Rosita Consuelo Conchita Enchilada, que se llamaba así porque sus amigos le dijeron que Rosita a secas era un nombre demasiado corto para una perra mejicana. Tenía otro perro cuyo nombre y sexo desconozco “and a husband too”, como puntualizó después de haber hablado largo y tendido de los perros diciendo que añoraba a su familia. Pero no solo quería a los suyos. Sufría por los perros que veía en la calle, algunos con hambre y todos con unos pequeños parásitos de los pies típicos de la región, a los que estaban acostumbradas hasta las personas. Ella, sin embargo, intentaba inventar maneras de evitárselos a los pobres animales.
Que quisiera más a los perros que a su marido no significa que a él no lo quisiera. Lo quería mucho, por lo que hacía parecer su constante preocupación de hablar con él. Se casaron el año 61 y pocos años después él, ingeniero espacial, fue contratado por la NASA para trabajar en el programa espacial y se fue con ella, que había trabajado en el servicio de la reina, a vivir en los Estados Unidos. Cuando se acabó el programa lo iban a trasladar a una sección de armamento, pero se negó. Fue cuando intentaron volver a su tierra de origen. Allá seguían, años después. Dawn, sin embargo, había empezado a soñar con irse a vivir ahí, a la playa, con sus perros, su marido, su cuñada y el marido de ésta.
Cada mañana, Dawn llegaba a desayunar y nos explicaba indignada los precios de las casas. En un pueblecito como ése, quién veía una inglesa buscando una casa locamente no dudaba en proponer precios desorbitados. Dada su falta de paciencia, no podíamos hacer nada para ayudarla. Estaba cada día más cabizbaja respecto al tema, pero a pesar de verlo cada vez más difícil no dejaba de intentarlo. Los precios, en cambio, no bajaban.
Un día nos la encontramos por la playa. Llevaba un paraguas a modo de sombrilla, que, según decía, también servía para ahuyentar a perros peligrosos. Todo sea dicho, cuando empezaba a hablarte no te dejaba ir, siempre tenía tema de conversación y podía hablar sobre todo. Era una mujer interesante. En todo caso, en la playa estando, le recomendamos que probara un plato típico del lugar. Mientras se lo preparaban nos explicó que el cabecilla de los suicidas del 11 de septiembre, cuyo nombre ni ella ni nosotros pudimos recordar, vivía en la misma ciudad que ella. Ella, como los demás habitantes, estaba acostumbrada a verlo por ahí en coches descapotables, bebiendo, de fiesta, y rodeado de chicas, cosa que demostraba que no practicaba el Islam y hace difícil de creer la motivación ideológica del atentado. Ella como muchos, pero con un tipo de prueba a su favor, defendía la autoría del gobierno norteamericano. El plato le gustó. Fui a preguntárselo y me lo dijo, luego seguimos hablando y, hablándome de un tal John Perkins, exchantajista oficial del gobierno de los EE.UU., me dijo que le molesta que la gente no le haga caso, porque cuenta cosas importantes. Luego hizo un pausa me miró y dijo: “well, actually, you are listening to me”, y efectivamente lo estaba.
Al día siguiente, no vino a desayunar. Nos la encontramos más tarde en la playa. Se acercó a nosotros con su sombrilla. Tenía una expresión afectada. Nos explicó, asqueada, que había cogido uno de aquellos parásitos de los pies. Ya se los habían sacados, así que, visto su estado de ánimo, intentamos quitarle importancia al tema. Ella, inglesa o norteamericana, no estaba acostumbrada, pero no era una cosa preocupante. No lo conseguimos y nos dijo que se iba y que ya no quería vivir ahí.
Por la noche, cuando se hubo ido, mi tía, que a menudo se caracteriza por su ingenuosidad, nos dijo que no sabía si creer que las historia que contaba Dawn eran reales. A lo mejor se las inventaba para llamar la atención. Nosotros le quitamos importancia, como a aquellos pequeños parásitos, le dijimos que no importaba su veracidad, porque nosotros con Dawn nos lo habíamos pasado bien.
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