Señoras

Uno que cuenta sus historias

Berta 28 junio 2010

Filed under: Uncategorized — João França @ 1:28

I jo volia fer un reggae
Crec que això és més un vals

Antònia Font

Fue un buen amigo mío quién me habló de Berta. Yo, la verdad, no sabría muy bien cómo empezar a hablar de ella; para él su nombre iba unido a toda una sarta de halagos. Tampoco es que me sorprenda. La mayoría se los merecía. Dado que en las descripciones es un tema por el que suele haber demanda, diré que su belleza no se discutía y así podremos pasar a la parte interesante. Recibió lo que algunos suelen llamar una muy buena educación; era recatada, no insultaba ni blasfemaba. Y sí, por lo que he dicho, puede parecer sosa, neoclásica, aburrida, pero no es gran cosa lo que sabéis.

La joven y virtuosa Berta, pudiendo unirse a la masa de chicas que eran –o querían ser–, como ella, jóvenes y virtuosas decidió saltar del barco. Y saltó bien; saltó menos lejos de lo que alguno podrían pensar, pero es que la orilla estaba más cerca de la embarcación de lo que podía parecer. Era lo que se suele llamar una persona preocupada por los demás. Era más de lo que se esperaba de ella, pero hasta menos de lo que se podía esperar, porque no era poco de lo que era capaz. Era de esas personas a las que a menudo el mundo las decepciona, pero a quienes no les queda más remedio que seguir adelante.

Que evitara las palabras malsonantes –bonito eufemismo dónde los haya– no significa que no tuvieran carácter. A menudo la gente se piensa que el carácter está en un buen ¡coño! o en un ¡joder! bien colocado. Nada más lejos de la verdad. Tenía una mala hostia moderada. Suficiente para ser respetada y en su justa medida para hacerla encantadora. Era más dura de lo que parecía a simple vista pero se ruborizaba con facilidad.

Supongo que ya habréis notado que la esencia de Berta estaba en el parecer, que no en el pareser; no era simplemente, sino que sorprendía. Cada día más. Por ejemplo, le repugnaban las parejas melosas. Es cierto que ‘repugnar’ es una palabra muy fuerte; ella nunca la habría usado, pero tenía cierta aversión a los tortolitos. No es que fuera insensible, se alegraba cuando se trataba de sus amigos –era la típica persona que se alegraba siempre por sus amigos, cómo cualquier buen amigo, supongo. Lo que pasa es que, a menudo, encontraba a su alrededor un exceso de azúcar, muy mal repartido.

No le gustaba que la vida pareciera una película romántica, así que mucho menos dichas películas. En cambio era una enamorada de la poesía. Siempre recordaba un melancólico poema de Ferrater. No era de esa gente que se sabe –más que unos pocos– poemas de memoria. Sí, alguno sí, pero repugnaba también la pedantería, así que huía de ella como del demonio. En cambio sabía recordar el poema adecuado para cada momento y, a pesar de no saber recitarlos, sabía buscarlo y entregarlo a quien lo necesitara. Regalar un poema es de los gestos más bonitos, ¿no creen?

No sé mucho más sobre qué fue de Berta. De mi amigo, que estaba loco por ella, a lo mejor hablaré otro día. O no. Por aquello de mantener el decoro… Él me enseñó también que las cosas más interesantes pasan siempre entre actos, disimuladamente. Lo que sí me dijo sobre Berta es que a veces era demasiado bien hablada. A veces no lo era, y entonces –y eso lo había amargado– le costaba creérsela.

 

Marta 20 diciembre 2009

Filed under: Uncategorized — João França @ 20:53

El de la veu greu, el de la mà forta,
Que paga un vermut i que arregla una porta

Manel

Marta era tan enamoradiza que a los dieciséis años ya había perdido la cuenta de sus amores. Puede parecer que un hecho como éste, precisamente en esta edad, tiene poco mérito, pero en su caso era distinto. Era, de hecho, una chica muy sensible y, como ya supondrán, porque todo esto suena de lo más usual, le hacían daño muy fácilmente. Lo que la caracterizaba era ser tan desenamoradiza como enamoradiza; es decir: tan pronto estaba loca por alguien como dejaba de quererlo. Eso le hacía daño igualmente. Ella sufría, de verdad que sí.

Sé que es difícil ponerse de parte de la rompecorazones; a mí me costó entender a Marta, pero no era más que una víctima. Vaya, víctima puede no ser la mejor palabra, y menos cuando se es víctima de uno mismo, pero les explicaré su historia. Marta sufría con sus amores efímeros; no le era fácil dejar de querer. No es que le costara hacerlo, pero le dolía. Ella estaba segura de no poder soportar tanto sufrimiento, pero era una apasionada de los sentimientos intensos y, por ello, sufría durante meses porque le habían arrebatado un chico al que ya no quería. Sí, así era Marta: intensa.

Ella no quería sufrir, eso lo tenía claro, pero tampoco quería renunciar al amor —¡jamás!— era una apasionada del amor. Intentaba solucionar su problema alejándose de aquellos que le hacían sentir algo, porque ya sabía como acababa eso, y no era nada bien. Les parecerá estúpido pero, creo que, en la cabeza de la joven Marta, nos hubiera parecido de lo más lógico. La solución la encontró en relaciones no demasiado profundas, con chicos agradables, a los que gustaba y que eran guapos; decorativos como un mueble, como un sillón de una casa de una família rica que roza lo hortera manteniendo el buen gusto. En una de ésas, buscando el tal sucedáneo, fue cuando Marta empezó a salir con Sillón. Los dos se lo pasaban bomba. Cuando ella necesitaba ternura, se sentaba en su regazo, envuelta por sus cariñosos brazos, apoyada sobre su firme pecho. Se sentía segura.

A Sillón no dejaba de sorprenderlo. Él veía que Marta no estaba por cursiladas, como otras chicas. Le encantaba; era viva, era auténtica, era pura energía. Le parecía, simplemente, una chica genial. Una chica de ensueño. Sí, Sillón, poco a poco, empezó a sentir nuevos sentimientos hacía ella, los mismos que él admiraba que ella no tuviera. Marta lo notó, por supuesto, lo notó enseguida. ¿Por qué le hacía eso su agradable Sillón? Las cosas les iban tan bien… Era todo tan cómodo… ¿Por qué le exigía más? Ella ya había dejado de hacer exigencias sentimentales a los demás; lo había dejado hacía mucho. Sí, a pesar de su juventud, algo en ella le decía que hacía mucho de eso. Ahora era ella la que las recibía. Así, la relación se fue enfriando entre Marta y Sillón: se distanciaron, ella dejó de acurrucarse entre sus brazos, ya no se sentía cómoda. A lo mejor era demasiado blando.

Un día Marta lo dejó. No podía más. Sillón quedó destrozado. No entendía nada. ¡Pero si todo era perfecto! No se explicaba lo que había pasado y ahí estaba su corazón; partido por la mitad. Sí, partido. Dirán que es una imagen demasiado repetida, pero los que la han vivido la darán por correcta. Marta también lloró, no poco, sino mucho. Quedó destrozada. No podía más. Aquello era terrible. Recordó lo que había vivido junto a Sillón, cómo eran felices juntos, cómo la completaba. Recordó también otros que vinieron antes que él. Recordó aquel amor, antes de todos los que lo siguieron, y todo lo que podría haber sido y lloró, sobretodo lloró. Si hubieran conocido a Marta entonces no hubieran podido evitar sentir pena por ella. Un buen día se dijo “¡basta estúpida, anímate!” Fue entonces cuando se fijó en Taburete; no era ni tan guapo ni tan agradable como Sillón, pero era divertido y ella no necesitaba más.

 

Judit 24 octubre 2009

Filed under: Uncategorized — João França @ 10:42

Andando de manhãzinha
Um compadre amigo meu
Se assustou da moça linda
Que passou ao lado seu

popular brasileña

No sé si conoceréis la historia de Pigmalión, el escultor. Sea como sea, por lo que sé, la Historia (o la mitografía, si nos ponemos exigentes) no conserva el nombre de su esposa. Para efectos prácticos la llamaremos Judit. Supongo que muchos objetaréis a que recurra a un nombre con ecos bíblicos y por lo tanto, una gran carga semántica. Algunos preferiríais que le dijera Audrey, como Audrey Hepburn, que la llevó a la gran pantalla. Me da igual. Me gusta el nombre y creo que es adecuado; ella no es Audrey. “Judit”, así, sin hache. También os preguntaréis porqué deseo yo explicar su historia, cuando ya lo han hecho muchos antes de mí. Os explicaré la historia de Judit porqué la historia de Judit es la historia de la ficción.

Pigmalión, por mejor que haya pasado a la historia, era todo un misógino, pero también un gran artista y, claro, a los artistas se les perdona todo. Vivía sólo, por no decir que solo vivía, pero decirlo sería injusto porque a parte, o como parte, de vivir, creaba. Ese hombrecillo solitario fue capaz de convertir un bloque de blanco mármol en la imagen de la mujer perfecta. La había creado y la amaba. No intentaré describir sus sentimientos mejor que Ovidio, os ahorraré este suplicio. El poeta ya lo dijo mejor que nadie: “Le da besos y piensa que se los devuelve, y le habla y la coge y cree que sus dedos se quedan fijos en los miembros tocados y teme que le salga una moradura al cuerpo presionado”. A Pigmalión no le importaba que Judit fuera mármol; él la había creado y la había creado real; sus sentimientos eran reales.

Afrodita, atendiendo las suplicas del bueno de Pigmalión (el amor hace bueno a cualquiera), convirtió a Judit en una mujer de carne y hueso. Si no lo hubiera hecho, su creador la hubiera querido igual. En todo caso, siendo Judit mujer, se casaron. Eran una pareja feliz, Pigmalión y su esposa recién nacida. No son pocas las veces que se ha hablado de lo mucho que él tuvo que enseñarle, pero no importaba porque, como decía otro poeta, amor omnia vincit; ¡hasta la ignorancia! Aprendieron ambos y fueron felices. Hasta podríamos llegar a suponer que comieron perdices, cosa altamente probable. A partir de aquí, como en todas las historias, ya no se cuenta nada, como si entraran en la habitación y apagaran la luz.

Esta ha sido la historia de Pigmalión y su esposa, pero claro, este relato lleva por título Judit, y no Pigmalión y su esposa. Lo que ocurre es que Judit siguió existiendo después de Pigmalión. No hablo de una Judit viuda, es un misterio cual de los dos murió el primero, sino de esa Judit en todo su esplendor. Se merece un relato, e infinitos más, porque es la mujer perfecta. Y digo “la”, no “una”, por el simple hecho de que, por más que se busque, no existe otra mujer perfecta, al igual que tampoco un hombre. Judit es la única, y es perfecta porque es inventada. Si han estudiado filosofía podrían decir que, si es perfecta, debería existir. En esto radica la perfección de Judit, existe. Si no estáis de acuerdo, preguntádselo a Pigmalión.

Judit existe y es única. Es única porque aunque alguien haga como Pigmalión, estará creando a Judit, tenga el nombre que tenga. La única. Bella y cariñosa. Por más que la hayan retratado de manera simplista, intentando entender el mundo que la rodea, Judit no puede ser una niñita tonta. Judit sabe, aunque no lo parezca. Tiene un carácter. Sale de noche y se encuentra un pintor, un escritor, un joven guitarrista torturado. Ella entra en su cabeza y se pone a dormir, hasta que un día, si tienen suerte, les da por despertarla.

El otro día me dijeron que la vieron “seule à la fênetre”. Me emocioné. La echaba de menos. La última vez que la vi fue en las páginas de una novela norteamericana. Ahí tenía siempre el mismo nombre pero distintas caras. El nombre no era Judit, pero reconocí su mirada. Como siempre, como todos los hombres de aquél libro, como todos los que han tenido la suerte de crearla o hasta los que solamente la han intuido, yo, con sentimientos más simples de los que suelen acosarme, tuve ganas de llorar. Afortunados son los que crean a Judit. Muy afortunados.

 

Helen 12 octubre 2009

Filed under: Uncategorized — João França @ 16:32

For the music is your special friend
Dance on fire as it intends

Jim Morrison

Él era rubio, alto, bien vestido. Impresionaba su altura desmedida y su pelo dorado, tan bien peinado, como si de un actor de los años 50 se tratara. Helen lo acompañaba. Era una chica pelirroja, con vestido de tirantes. Se sentaban justo delante del escenario. Bebían y charlaban alegremente; parecía que él la hubiera llevado allí para impresionarla. Seguramente estaba convencido de hacerlo.

Cuando la explosiva cantante Toscha Comeaux y el trío de rastafaris que la acompañaba salieron al escenario ellos se callaron, a diferencia de otros. Dedicaban aquél momento a la música, a los cuatro negros que habían cruzado el Atlántico para enseñar qué era el jazz. Estaba claro que aquella no era la cultura de aquella joven pareja.

Cuando tocaron la primera balada ellos se levantaron a bailar. A su alrededor la gente tomaba cócteles y charlaba. Ella parecía una cabeza más baja que él, y eso que llevaba unas altas plataformas, seguramente para evitar la desproporción. Helen era muy pálida, con piel de niña, y el vestido muy alegre. Bailando se movía llena de vida.

Cuando Toscha empezó a cantar Bye, bye Blackbird —“Pack up all my care and woe, here I go, singing low”— Helen empezó a pensar en su vida. Hacía poco que había acabado su carrera y ya estaba colocada en uno de los rascacielos de la City. Por ahí nadie sonreía. Cuando salía para comer algo rápidamente al mediodía, por la calle sólo había caras de estrés, al igual que por la mañana, al igual que a la hora de salir. Helen se planteaba si era eso lo que quería para su vida. ¡Ella era joven y llena de vida! ¿No se marchitaría ahí mientras pasaban los años? Siempre se lo preguntaba y nunca llegaba a una conclusión.

Helen era lo que se dice una chica mona. Gustaba a los hombres, tenía cuerpo de mujer y cara de niña. Su cuerpo, aunque muchos no querían darse cuenta de ello, expresaba lo que su cara escondía de su fuerte carácter. No era ni gorda ni delgada. No tenía ningún problema con su físico y las plataformas la hacían tomar una postura de fuerza; sí, no lo parecía, pero Helen era fuerte.

Una cosa no quita la otra, y, a pesar de su fuerte carácter, disfrutaba de las emociones sencillas. El chico rubio de la planta de arriba la había invitado a aquel club de jazz de Covent Garden. Ya era la tercera vez que salían juntos pero ella estaba emocionada con la invitación, y hasta un pelín nerviosa. “Where somebody waits for me, sugar’s sweet, so is he.” Aquél día llegó sonriente a la oficina, lo comentó con su compañera de la mesa de al lado, se encontró a su acompañante en el ascensor, se fue a casa y se puso un vestido que le encantaba. Dos horas más tarde él pasaba a buscarla.

Finalmente, ahí estaban, los dos alegres y sonrientes en primera fila. Durante todo el concierto ella gritaba y hablaba con la cantante. Le llenó el vaso con su agua cuando ella tenía sed. Aquella pequeña chica inglesa estaba viviendo la música. Lo disfrutaba como si nunca hubiera experimentado nada parecido.

En el intermedio estuvo hablando con los músicos un largo rato. Y reía, llena de vida. El chico, posible actor de los años cincuenta, mientras tanto, solo en la mesa de la primera fila, ponía cara de aburrido. Él no lo vivía, no vivía la música, pero ella sí, ella vivía, ella parecía por fin libre.

 

Dawn 2 octubre 2009

Filed under: Uncategorized — João França @ 20:27

La Tierra tiene fiebre
Necesita medicina
Y un poquito de amor
Que le cure la penita que tiene
Bebe

Conocí a Dawn en una playa en Brasil. Ella venía a desayunar donde mi familia y yo nos hospedábamos. Era un pueblecito aislado del mundo, donde todas las calles eran de arena y no llegaban los automóviles. Contrastando con el calor característico, ella vestía un largo vestido que le llegaba a los pies. En todo caso, los colores vivos de su ropa, sus collares y pulseras, me parecieron encantadores. Su cara estaba bastante envejecida. En otras palabras, se notaba que tenía una edad, aunque no sé cual. Tampoco dejaba duda de que había sido guapa. Los ojos claros y el pelo rubio, entonces ya reseco, no eran menos ingleses que su acento.

Así conocí a Dawn. Nos encontrábamos en el desayuno por las mañanas. Ella no tenía ni idea de portugués y, ahí perdidos del mundo, no mucha gente entendía el inglés. Al principio me ofrecía a ayudarla y luego era ella la que me buscaba para hacerse entender. Le gustaba el yogur natural que hacían ahí. Seguramente estaba muy bueno, pero no lo probé. En nuestro segundo encuentro, una mañana que le explicaba a alguien que ella era un terapeuta holística, se presentó: se llamaba Dawn, y me costó entenderla, hasta que dio la explicación: “like the rising sun”. Luego nos preguntamos si sus padres ya eran hippies o si el nombre lo adoptó ella luego. En todo caso, era un nombre encantador.

De que Dawn era valiente no había duda. Ahí estaba ella, sola, en un lugar recóndito, de un país desconocido sin hablar una palabra de la lengua local. Estaba ahí porqué un amigo inglés tenía una casa ahí. Si os sorprende que especificara que era inglés, ya que ella también lo era, es porqué hacía años que vivía en una isla en el estado de Florida, más cerca de Cuba que de la costa norteamericana. En todo caso, su amigo, que quería vender la casa, le dijo: “Dawn, ve y quédate un tiempo, a ver qué te parece”. A Dawn, cómo a cualquiera que ahí se quedaba más de un par de días, le parecía perfecto, pero su amigo cobraba por la casa más de lo que ella podía pagar.

Solía hablar de cosas que le parecían indignantes. Cosas que pasan en el mundo, “you know?” Conocía todo tipo de teorías conspiratorias y algunas de primera mano. Por ejemplo, se indignaba de que los chinos adulteraran la leche que importaban de Australia. Cuando se ponía a hablar de Estados Unidos me hacía pensar que hubiera hecho buenas migas con Michael Moore. En todo caso, las quejas en este sentido no sorprendían. Acababa de deshacerse del gobierno que más libertades había restringido en todos los años que había vivido allí y me decía que, por más que dijeran, el nuevo no sería mucho mejor. Intentó volver al Reino Unido cuando su hijo tenía trece años, pero el joven sufrió tanto el cambio que decidieron volver atrás.

Amaba los perros. Lo hacía sobremanera. Siempre rondaba las mesas del desayuno una chihuahua preciosa (y lo digo yo que nunca he empatizado con esta raza). Decía que le recordaba a la suya, Rosita Consuelo Conchita Enchilada, que se llamaba así porque sus amigos le dijeron que Rosita a secas era un nombre demasiado corto para una perra mejicana. Tenía otro perro cuyo nombre y sexo desconozco “and a husband too”, como puntualizó después de haber hablado largo y tendido de los perros diciendo que añoraba a su familia. Pero no solo quería a los suyos. Sufría por los perros que veía en la calle, algunos con hambre y todos con unos pequeños parásitos de los pies típicos de la región, a los que estaban acostumbradas hasta las personas. Ella, sin embargo, intentaba inventar maneras de evitárselos a los pobres animales.

Que quisiera más a los perros que a su marido no significa que a él no lo quisiera. Lo quería mucho, por lo que hacía parecer su constante preocupación de hablar con él. Se casaron el año 61 y pocos años después él, ingeniero espacial, fue contratado por la NASA para trabajar en el programa espacial y se fue con ella, que había trabajado en el servicio de la reina, a vivir en los Estados Unidos. Cuando se acabó el programa lo iban a trasladar a una sección de armamento, pero se negó. Fue cuando intentaron volver a su tierra de origen. Allá seguían, años después. Dawn, sin embargo, había empezado a soñar con irse a vivir ahí, a la playa, con sus perros, su marido, su cuñada y el marido de ésta.

Cada mañana, Dawn llegaba a desayunar y nos explicaba indignada los precios de las casas. En un pueblecito como ése, quién veía una inglesa buscando una casa locamente no dudaba en proponer precios desorbitados. Dada su falta de paciencia, no podíamos hacer nada para ayudarla. Estaba cada día más cabizbaja respecto al tema, pero a pesar de verlo cada vez más difícil no dejaba de intentarlo. Los precios, en cambio, no bajaban.

Un día nos la encontramos por la playa. Llevaba un paraguas a modo de sombrilla, que, según decía, también servía para ahuyentar a perros peligrosos. Todo sea dicho, cuando empezaba a hablarte no te dejaba ir, siempre tenía tema de conversación y podía hablar sobre todo. Era una mujer interesante. En todo caso, en la playa estando, le recomendamos que probara un plato típico del lugar. Mientras se lo preparaban nos explicó que el cabecilla de los suicidas del 11 de septiembre, cuyo nombre ni ella ni nosotros pudimos recordar, vivía en la misma ciudad que ella. Ella, como los demás habitantes, estaba acostumbrada a verlo por ahí en coches descapotables, bebiendo, de fiesta, y rodeado de chicas, cosa que demostraba que no practicaba el Islam y hace difícil de creer la motivación ideológica del atentado. Ella como muchos, pero con un tipo de prueba a su favor, defendía la autoría del gobierno norteamericano. El plato le gustó. Fui a preguntárselo y me lo dijo, luego seguimos hablando y, hablándome de un tal John Perkins, exchantajista oficial del gobierno de los EE.UU., me dijo que le molesta que la gente no le haga caso, porque cuenta cosas importantes. Luego hizo un pausa me miró y dijo: “well, actually, you are listening to me”, y efectivamente lo estaba.

Al día siguiente, no vino a desayunar. Nos la encontramos más tarde en la playa. Se acercó a nosotros con su sombrilla. Tenía una expresión afectada. Nos explicó, asqueada, que había cogido uno de aquellos parásitos de los pies. Ya se los habían sacados, así que, visto su estado de ánimo, intentamos quitarle importancia al tema. Ella, inglesa o norteamericana, no estaba acostumbrada, pero no era una cosa preocupante. No lo conseguimos y nos dijo que se iba y que ya no quería vivir ahí.

Por la noche, cuando se hubo ido, mi tía, que a menudo se caracteriza por su ingenuosidad, nos dijo que no sabía si creer que las historia que contaba Dawn eran reales. A lo mejor se las inventaba para llamar la atención. Nosotros le quitamos importancia, como a aquellos pequeños parásitos, le dijimos que no importaba su veracidad, porque nosotros con Dawn nos lo habíamos pasado bien.

 

Nieves 17 septiembre 2009

Filed under: Uncategorized — João França @ 1:09

La vida te da sorpresas
Sorpresas te da la vida
¡Ay, Dios!

Rubén Blades

“Be quite”, le dice la señora con acento gallego a uno de sus tres pequeños perros. Ya no sabe qué lengua habla o, mejor dicho, ha condensado las tres en una sola; la suya. A ella no le supone un problema ni a sus perros tampoco, pero a veces sufre por hacerse entender. A Nieves le empieza a escasear el pelo, pero se lo tiñe de un negro intenso. Su casita es como ella, completa pero sencilla. Se encuentra en las afueras de Finisterre, junto a la carretera, por donde pasan coches y mucha gente; por la mañana los que van al norte y por la noche los que se acercan al fin del mundo. La casa al borde de la carretera es pequeña y acogedora, con un tejado de doble vertiente como los que dibujan los niños en la escuela. Detrás hay un gran jardín que, como dice con gran orgullo, proyectó ella misma para los albañiles. Árboles fructíferos por todas partes y una mesa de mármol con dos bancos en el centro. Tenía también unos pinos, pero una amiga que vino de Australia los hizo cortar. Al fondo de todo hay un cobertizo que alberga un garaje, una sala y un dormitorio con olor a perros. El coche lo vendió y ahora, en el garaje, tiene espacio para las patatas.

Hoy nieves cumple años, aunque nadie ha preguntado cuántos. La tarde ya está avanzada y el sol de agosto es fuerte. La hace muy feliz vivir en Finisterre. De hecho, vividas muchas cosas, eso es lo que más feliz la hace. Fue allí donde nació, pero tuvo que añorarlo mucho. Fueron treinta y tres los años que vivió lejos, en Inglaterra, trabajando como enfermera. Ahí conoció mucha gente y aprendió muchas cosas, pero cada noche rezaba a Dios para que no se la llevara antes de volver a ver el muelle de Finisterre. Tuvo una familia y su nieta salió de La Coruña para ser también enfermera en Inglaterra. Ella volvió hace diecinueve años y construyó su casita.

Por más que ella lo diga en su lengua híbrida, los perros no se callan, pero la verdad es que no le molesta. Se ponen a ladrar siempre que pasa alguien y ella ve así una posibilidad de mitigar su soledad. Han pasado tres chicos y ella ha sacado la cabeza por la ventana para hacerlos parar. Ha tenido que pegar unos gritos porque a punto han estado de irse sin oírla. Por suerte uno se ha girado y ella se ha vuelto rápidamente a meter en casa. Se ha acercado al frutero de cerámica y ha cogido tres de las manzanas que ha recogido esta mañana en el jardín. Al salir se ha encontrado los chico con cara de perplejidad y les ha preguntado de dónde eran. Al saber que son españolas los ha besado a los tres —“meus filliños”— y les ha agradecido visitar este barrio. Han empezado a hablar pero no la acaban de entender con el ruido. Por esto hace callar a los perros. Son de Barcelona, así que les habla de su amiga barcelonesa, que fue al mercado y volvió con un australiano del brazo; “compré un hombre, Nieves”. Y Nieves ríe a carcajadas. Los chicos están encantados por su risa, tan pura y natural. Pasa más gente y Nieves la para y saca más y más manzanas de la casa. A todos dice que han de ver cómo baja el solecito en Finisterre.

Al grupo que queda en su puerta lo invita a pasar. Ellos sufren por dejar las mochilas fuera. Ella no lo entiende; “¡en este barrio no pasan estas cosas!” Le hacen caso y ella les enseña el jardín y les abre el cobertizo. Ahí los jóvenes se encuentran una pequeña galería que los deja sin palabras. Son los cuadros que pinta, o que pintaba, les explica. El primero que pintó fue un Sagrado Corazón; vio a un pintor haciéndolo en el suelo de una iglesia en Inglaterra y se dijo que también podía hacerlo. Es, como todos los demás, un cuadro lleno de color y simple, de trazo casi infantil. El cuadro contrasta con la firma —N.Trillo— estampada en todos con una impetuosidad que los dedos cansados parecen incapaces de reproducir.  Nieves es como un Dalí naïf o una Frida alegre. Pinta sagrados corazones, madres de Dios, reyes y princesas y una escalera de Jacobo. “Esto es un pueblo chinés”, dice, y “chinipueblo” dice el cuadro bajo la firma. “Esto es una madre chinesa dando el pecho a su hijo”. Éste se lo pidió el profesor y ella explica que no se lo dio. Les dice que el profesor le dijo que cuando llegara a España no debía hacer nada más que pintar, pero ella lo que quería era ver Finisterre. También explica que la guerra de las Malvinas nunca la entendió y enseña algunos dibujos sobre el tema. Cuando están otra vez fuera les dice que siempre reza por la paz en el mundo, para luego reírse otra vez de lo gorda que se ponía su amiga, la barcelonesa residente en Australia, de tanto beber cerveza. Se le ha olvidado enseñarles un cuadro, pero ahora ya se van; últimamente le falla la memoria.

Nieves ha conseguido compañía una tarde más —¡hasta le desean un feliz cumpleaños!—. Unos chicos que pasaban por ahí han comprobado que no todo es lo que parece. Antes de separarse un último consejo: “id a ver el solset en el puerto de Finisterre, que es lo más bonito que hay en este mundo”.